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Filosofía
La paranoia distópica era esto
En Kentukis, Schweblin se adentra en el pantanoso terreno de la subjetividad neoliberal y sus resortes más vergonzantes: un espacio simbólico mediado por la tecnología y atravesado por los deseos más oscuros, por las pulsiones más incontrolables y, sobre todo, por una fragilidad desoladora.
Hay gente que expresa con sorprendente facilidad sus estados de ánimo en las redes sociales. También hay quienes, sin pudor, comparten con sus cientos de contactos fotografías realizadas en situaciones evidentemente íntimas. Luego están los que van un paso más allá y utilizan su propio smartphone para grabar o grabarse en situaciones extremas de sexo o de violencia, que incluso pueden llegar a ser registros en directo del escenario de un crimen o de un delito sexual de máxima gravedad -lo hemos visto en los telediarios-. Entonces, seamos honestos: lejos de identificarnos con los sujetos y los actos que hay detrás de los usos más abyectos de la tecnología, ¿quién no está familiarizado con ese perversito -pero, ay, tan humano- desliz hacia el exhibicionismo? ¿Quién no se reconoce en esa pulsión escópica que, en mayor o menor medida, lleva hasta al más pintado a pasearse a escondidas por Facebook, Instagram o Twitter para mirar y, en ocasiones, ser visto?
Sabemos que en ese cruce de miradas, en esas ganas de mirar y de ser vistos se juega, además de un goce pulsional, un enorme beneficio económico y una máquina de control biopolítico. Desde las distopías de corte orweliano a la blackmirrorización de los relatos acerca de la tecnología, la ficción (el cine y la literatura) nos ha ayudado a ser mejores paranoicos o, al menos, paranoicos más fundados. El cine y la literatura nos han permitido, en definitiva, afinar nuestra paranoia. Nos han enseñado, por ejemplo, a temer una barbarie tecnológica por venir. Sin embargo, la parte más interesante de esta suerte de pedagogía de la paranoia aparece cuando todos los engranajes de la ficción se vuelcan en indagar sobre qué parte de la catástrofe futurista está operando ya en nuestro presente; en cuánto de distopía hay en el presente que habitamos con normalidad. La ficción permite construir relatos verosímiles a partir de acontecimientos inverosímiles que ocurren en nuestro presente y que naturalizamos por mera supervivencia. Los textos de la escritora argentina Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) son, en este sentido, un brillante ejercicio de extrañamiento, de neutralización de esa percepción de normalidad.
La existencia de esta comunidad de soledades no solamente es verosímil, sino que sabemos que es real, y que está generada por unas formas de vida profundamente neoliberales en las que ciertos usos de la tecnología ya han colonizado hasta el último rincón de nuestra intimidad.
Con su última novela, Kentukis (2018), Schweblin nos confronta sin ambages con ese carácter inquietante de lo cotidiano. Ya lo había hecho, en cierta medida, con su novela anterior, la magistral Distancia de rescate (2014). Y todavía antes en muchos de los cuentos que fueron recogidos en El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2008 y reeditado este mismo año) y Siete casas vacías (2015). En Kentukis, Schweblin se adentra en el pantanoso terreno de la subjetividad neoliberal y sus resortes más vergonzantes: un espacio simbólico mediado por la tecnología y atravesado por los deseos más oscuros, por las pulsiones más incontrolables y, sobre todo, por una fragilidad desoladora.
Lejos de ser criaturas distópicas, los kentukis remiten a lo ya conocido: son, en realidad, el cruce entre un smartphone y un oso de peluche. Son adorables criaturas digitales que tienen una cámara integrada, que se venden en tiendas de electrodomésticos y que cualquier persona puede adquirir por un precio no demasiado elevado. Como usuarios potenciales, podemos elegir ser un kentuki o ser un amo kentuki. Esa elección dependerá del lado del que queramos estar: de si queremos mirar o ser mirados. Al adquirir un kentuki al usuario se le abre la posibilidad de participar, a través de la mirada, de otras vidas que suceden en un espacio y un tiempo distinto al habitado por su cuerpo.
En el realismo distópico de Schweblin, los millones de usuarios de los kentukis componen una comunidad de soledades que crece exponencialmente en la medida en la que avanza la novela. Al principio son pocos, y todo es un juego. Sin embargo, con el transcurso de los meses, la presencia de estos adorables seres tecnológicos se ha naturalizado tanto en los espacios más íntimos (el dormitorio, el baño, la cocina) como en el espacio público.
Más allá del dispositivo kentuki, la existencia de esta comunidad de soledades no solamente es verosímil, sino que sabemos que es real, y que está generada por unas formas de vida profundamente neoliberales en las que ciertos usos de la tecnología ya han colonizado hasta el último rincón de nuestra intimidad. Los kentukis son el semblante amable de esa colonización. Es por eso que, al contrario de lo que pueda parecer a primera vista, en la novela de Schweblin la ciencia ficción no es ciencia ficción: es una mirada extrañada sobre un mundo reconocible y cercano; un mundo atravesado por la incomunicación, por el vacío insoportable y por la precariedad subjetiva. Así que tranquilos: porque la paranoia distópica no está por llegar, sino que era exactamente esto. Entonces, ¿qué hacemos?
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